CONVERSACIÓN EN AZUL Y BLANCO CON EL AZULEJO EN LA ARQUITECTURA RIOPLATENSE
HECHALAMERICA POR RAMON MERICA. Aljibes, cúpulas y fuentes. Intransferibles en la caligrafía arquitectónico rioplatense del siglo diecinueve, asoman, a veces sus despojos, bajo manos de cal o entre las heridas de viejísimos muros, pero también a veces claman por su integridad en restallantes frisos o zócalos que nadie ha osado transgredir.
El pueblo las llama “baldositas azules”, gente más informada sabe de dónde provienen y se refiere a ellas como azulejos franceses de la época colonial (un error, ya se verá por qué) pero para ser justos con su identidad, son los delicados azulejos de Pas-de-Calais que irrumpieron como en su casa por las casas y caserones del Ochocientos rioplatense. Con gran justicia, un libro de próxima aparición cuenta la historia de esos primores del revestimiento arquitectónico. “Veredas” cuenta la primicia.
No resulta nada extraño para el caminante que gasta veredas en La Aguada, la Ciudad Vieja, la Unión o ciudades del interior, descubrir que las baldosas, losas o baldosones que pisa, al verticalizarse, se tiñen solamente de azul y blanco y toman pedidas prestadas a la naturaleza flores y ramas, cuando no aparece un juego geométrico de líneas rematadas en más flores o guardas que, multiplicadas, conforman otras guardas, ora trepando paredes ora enroscándose en los límites de puertas y ventanas, ora hundiéndose en fuentes, ora aposentadas en bancos acariciados por silenciosos jazmines y buganvillas. Y, con una predilección especial, vistiendo con fastuosa discreción las curvaturas de un aljibe muchas veces sediento de agua.
Tampoco hay que asombrarse que los discretos cuadraditos de once por once, horneados en una pequeñísima villa del norte de Francia, Desvres, en Pas-de-Calais, hayan ingresado a las casas de subastas, figuren en catálogos, y, como no podía ocurrir de otra manera, se hayan convertido en insomnio de coleccionistas. No es para menos: es tal encanto que exhalan, tal la inocencia de su manufactura, tan arragaida en la historia visual del Uruguay su presencia en patios, fachadas e interiores, que esas baldositas tienen todo el derecho de haber reclamado su constancia en un libro y haberlo conseguido. Ese libro,, que está a punto de aparecer (una empresa comunitaria entre la Intendencia de Montevideo, la Editorial Dos Puntos y la Junta de Andalucía) se llama El azulejo en la arquitectura del Río de la Plata y es el resultado de un largo insomnio del arquitecto Alejandro Artucio Urioste, 64, egresado, de la Facultad en 1960, con varias obras, particularmente casas en Montevideo, pero su orgullo, con mayor despliegue de condiciones en Punta Ballena y Laguna del Sauce, Maldonado, donde además de tener residencia, se ha ocupado por preservar y hacer respetar la obra de un colega ilustre, el arquitecto Bonet, de destacada participación en aquella zona.
Recostado contra un muro tapizado de azulejos en su apartamento montevideano en un décimo piso de 18 y Michelini, Artucio (primer hermano de Leopoldo Artucio, nombre de primera línea de la arquitectura vernácula memora con inocultable cariño el descubrimiento de su amor y posterior dedicación-pasión por las baldositas.
“Antes que nada: siempre tuve afán de coleccionista. Primero fueron fósforos después sellos, también soy malacólogo, tengo cientos de caracoles juntados por mí mismo, no comprados, pero con los azulejos fue algo muy distinto. La historia es que en la calle Reconquista, frente al Hotel Columbia, había una casa muy linda, que iban a demoler, cosa que traté de impedir pero no pude. Le saqué decenas de fotos y decidí replantear la casa entera, hacer el plano entero, entonces llamé a un amigo que trabajaba en la Facultad de Arquitectura, fuimos los dos a replantearla, y el encargado de la piqueta, porque se los pedí, me regaló cuatro azulejos franceses y un catalán. Después volví a esa casa, el encargado me dijo que adentro había más azulejos y ahí me compré como treinta o cuarenta y ya quedé enganchado. Eso era por el año sesenta y ocho. ¿Sabe quién era el compañero de Facultad que me ayudó en el replanteo de esa casa? Mariano Arana”
“Antes que nada: siempre tuve afán de coleccionista. Primero fueron fósforos después sellos, también soy malacólogo, tengo cientos de caracoles juntados por mí mismo, no comprados, pero con los azulejos fue algo muy distinto. La historia es que en la calle Reconquista, frente al Hotel Columbia, había una casa muy linda, que iban a demoler, cosa que traté de impedir pero no pude. Le saqué decenas de fotos y decidí replantear la casa entera, hacer el plano entero, entonces llamé a un amigo que trabajaba en la Facultad de Arquitectura, fuimos los dos a replantearla, y el encargado de la piqueta, porque se los pedí, me regaló cuatro azulejos franceses y un catalán. Después volví a esa casa, el encargado me dijo que adentro había más azulejos y ahí me compré como treinta o cuarenta y ya quedé enganchado. Eso era por el año sesenta y ocho. ¿Sabe quién era el compañero de Facultad que me ayudó en el replanteo de esa casa? Mariano Arana”
LLEGO LA HORA DE LOS HORNOS DE FRANCIA
Cómo es que Artucio arma su colección tiene que ver con pasos normales de casi todo coleccionista:“Empecé a comprar azulejos en las barracas de demolición, después en laFeria de Tristán Narvaja, donde un día descubrí en un sótano una mesa totalmente revestida de azulejos, pero lo más importante era que encima tenía un libro sobre azulejos, obra de un argentino, Nadal Mora, donde había muchos datos pero esencialmente le daba mucha importancia a los sellos que tienen en su reverso los azulejos, donde se especifica el origen. Y eso me despertó el gran deseo de saber más. Así, me fuí internando cada vez más en el tema, hice varios viajes y estuve tres veces en Pais-de-Calais, conocí a los descendientes de la familia Fourmaintraux, los fabricantes más famosos y los más antiguos, ya que la fábrica es de mil ochocientos cuatro”.
El porqué de la abundacia de esos azulejos en el Río de la Plata -Montevideo es un hontanar de ejemplos- es algo que Artucio explica con mucha claridad:“Al principio se trabajó mucho con azulejos españoles, pero al terminar la Colonia y establecerse la independencia, se corta la conexión con España y empiezan a llegar los azulejos franceses. Es ahí que llegan los más clásicos, los de fondo blanco lechoso con dibujos en azul y que mucha gente, equivocadamente, llama coloniales. Todo lo contrario: se empezaron a usar cuando se terminó el Coloniaje. Quizás ese error derive del hecho de que se siguieron haciendo casas de estilo colonial donde se emplearon esos azulejos, pero la Colonia ya estaba liquidada”.
En cuanto a la abundancia, el coleccionista también tiene su teoría:“Los barcos que venían de Europa al Río de la Plata a llevar mercaderías, venían vacíos, entonces había que cargarlos con un lastre, aunque fueran piedras, y es por eso que cuando empieza el negocio de azulejos con estos países, los azulejos fueron los sucedáneos del lastre. Eso significa que el traslado fuera muy barato y que, por ende, bajaran los costos. En mis investigaciones he llegado a descubrir que llegaban al puerto de Montevideo, mensualmente, unas sesenta mil baldositas, la mayoría de Desvres, encargadas por comerciantes de la ciudad.
Por cierto que hay un capítulo de rarezas, de piezas difíciles, sino inencontrables, lo cual hace más fascinante y más difícil el hecho de querer coleccionar esos primeros. “Si bien abundan ejemplares que todo el mundo reconoce a la legua, hay algunos francamente inaccesibles, como que él tiene un soldadito en el centro del dibujo. Yo lo tengo. ¿Sabe por qué? Gracias a su diario, a El País. Un día leyendo la noticia del incendio de la papelería Mapa, en Avenida Uruguay y Rondeau, en la foto había un bombero tratando de extinguir el fuego y tenía las
piernas abiertas lo que permití ver lo que había delante de él. Yo no lo pude creer. Entre las piernas del bombero, en una pared aparecía una pared revestida con soldaditos. Salí volando, felizmente llegué a tiempo y me pude comprar esa reliquia. Mírelo. Ahí está”.
piernas abiertas lo que permití ver lo que había delante de él. Yo no lo pude creer. Entre las piernas del bombero, en una pared aparecía una pared revestida con soldaditos. Salí volando, felizmente llegué a tiempo y me pude comprar esa reliquia. Mírelo. Ahí está”.
CONVERSACIONES EN CATEDRALESEs imposible reunir todas las anécodas de la persecución colectora de Artucio, pero hoy, ante el hecho consumado de un volumen de excelente factura, impecable en su diseño, en la exposición de sus datos y, sobre todo, en la laboriosa ordenación de fichas, árboles genealógicos, cuadros sipnóticos, sólo cabe pensar en la seriedad y severidad con que el autor acometió semejante investigación. A ello, hay que agregar que la casi totalidad de las fotografías que ilustran el volumen fueron tomadas por el autor, lo que configura una nueva demostración de la entrega con que el libro fue concebido.Esa entrega hace pensar en la misma con que los anónimos artesanos franceses de Desvres deben de haber puesto en esas tabletitas que supieron vestir zócalos, escaleras, aljibes, fuentes, cocinas, y patios delMontevideo del Ochocientos. Felizmente, queda mucho de ese legado. Felizmente, existe alguien que se ha preocupado por preservarlo entre las páginas de un libro delicioso e imprescindible.
Estimado lector: cuando consiga el volumen, salga a caminar por la veredas montevideanas que marca Artucio donde se aglutinan las delicadezas sobrevivientes, porque, faltaba más, están en todas las direcciones. Eso sí, habrá que arreglarse con presbíteros, párrocos o monaguillos para trepar a cúpulas y campanarios donde las baldositas parecen estar más a sus anchas que en ninguna otra parte.
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